Enseñar latín en un centro con alumnado mayoritariamente musulmán y árabe parlante en la ciudad de Ceuta tiene mucho de la Odisea de Homero, de Escilas y Caribdis y estrechos prejuicios sobre la lejanía cultural de nuestro alumnado, de perseverancia en el país de los lotófagos que insistían en el olvido de las lenguas clásicas y de canto de sirenas que nos arrastraban a la elección de otras optativas con más «recorrido académico».